“Un guiño a la literatura fantástica” , por Martín Faunes
Al séptimo día descansó. Génesis 2
Habían pasado varias semanas desde el día en que la anciana viniera con el trozo de cuero para encargarle el trabajo a don Bartolo. Una situación un tanto extraña porque a ese anciano zapatero ya casi no le hacían encargos. Veía muy poco, cosa que todos sabían, por eso los únicos que algún trabajo todavía le llevaban eran otros ancianos, sus amigos que aún confiaban en ese oficio suyo, porque a pesar de casi no ver, sabían que el viejo cortaba la suela sin nunca equivocarse y las puntadas que daba eran siempre las correctas.
Extraño era entonces, insisto, significaba una oportunidad y un desafío para ese viejo que tras haber quedado viudo parecía haberse acostumbrado a la soledad, aunque más allá de que eso fuera o no fuera verdadero, era sin embargo lo que la gente creía, pero no yo, porque él alguna vez me había confesado que, para matar la soledad tenía el consuelo de probar los zapatos a sus clientas, de otra manera no la soportaría.
–Casi no puedo verlas –me dijo –pero al tomarles sus tobillos y sentir el aroma que dejan en los zapatos, las puedo adivinar como son y puedo así saber de su belleza.
Curioso, y quise comprobarlo. Lo espié no una, sino varias veces, y pude ver cómo las pocas damas que aún recurrían a sus servicios, se sentaban frente a él que, arrodillado, las tomaba de los tobillos para hacerles calzar los zapatos con un toque suave pero firme. Las mujeres se dejaban conducir por sus manos expertas para después maravillarse con sus pies engalanados por el trabajo del viejo. No advertían la pasión que en el hombre provocaban y que yo, pájaro intruso, podía adivinar: si a mí me despertaban el deseo, cómo no al viejo que había tenido la fortuna de percibir su aroma y de tocarlas.
Él después me preguntaba jactándose:
–¿Era bella no?, ¿se dio cuenta de lo bella que era?, ¿se dio cuenta de cómo adiviné su belleza?
Así era siempre, o así pudo haber sido siempre. Por desgracia el viejo equivocó algunas puntadas corriéndose la voz, “el viejo Bartolo ahora sí, ya no sirve”, e incluso sus antiguos camaradas dejaron de venir, aumentando su soledad junto a la pena que yo por él sentía. Fue entonces que, desde una de las ramas frente a esa ventana suya, la única que le brindaba un rayo de sol, vi entrar al taller a esa anciana que sin siquiera saludarlo le pasó el cuero brillante de color rojo a tiempo que le decía:
–Haz con él el mejor par de zapatos que puedas. Tendrán que ser de taco firme y distinguido, la badana del forro debe ser la más suave que exista y su brillo será tal, que quien los calce no tendrá jamás que limpiarlo y mucho menos lustrarlo. Esos zapatos deberán ser dignos de una princesa, una muchacha tan bella que alguien como tú no podría soñar jamás siquiera con rozarla.
No se lo dijo a modo de encargo, sino como una mera orden, y partió. Ya casi en la vereda se devolvió para farfullarle:
–La reconocerás cuando ella venga a buscar esos zapatos que deberán no sólo una obra de arte, sino tu obra maestra.
Apenas la vieja se perdió por la bajada, Bartolo puso el cuero en sus narices para palparlo y olerlo. Lo olió una vez y otra, por todos sus recovecos, intentaba tal vez imaginar el aroma que quedaría en ellos cuando el olor de ese cuero elegante se mezclara con el aroma que ahí dejaría la princesa, si es que ella alguna vez llegara a calzarlos.
El viejo comenzó a trabajar de inmediato, tal vez pensó en si no sería acaso esa la tarea superior que le quedaba por realizar antes de partir por esas oscuridades que no permiten la vuelta. Trabajó la noche entera. Lo sé porque al amanecer, cuando fui a saludarlo con mis trinos, él estaba ahí todavía, lezna y cuchillo. Y continuó y continuó. Fíjense que cuando doña Corina le vino a traer el arroz diario que él comía, ahí quedó el plato, no lo tomó siquiera en cuenta, lo dejó a un costado de la mesa sin probar bocado. Al día siguiente ocurrió lo mismo. Pasaron tres días en que el plato quedaba intacto. Al cuarto doña Corina no quiso traerle nada más. “No estoy para desperdiciar alimento con un viejo loco”. Eso dijo y ya no volvió.
Fueron al final seis días con sus noches en que don Bartolo no pegó pestaña y en que habría muerto de hambre de no ser porque yo, su pájaro amigo, lo obligaba a echarse a la boca cerezas que empecé a traerle desde la quinta que hay más allá del huerto de los paltos.
Al séptimo día, tal como Dios, nuestro señor, lo hizo al finalizar la creación, don Bartolo descansó y me quiso mostrar su obra maestra: un par de zapatos rojos de charol tan bellos como jamás nadie había visto. Eran por lo tanto de verdad dignos de la mujer de belleza superior que él sabría reconocer no solo por su tobillo suave y perfecto, sino por su aroma que sería embriagante.
Y esperó don Bartolo que la princesa llegara. Puso los zapatos en la vitrina para que la que sería su dueña pudiera ver que estaban listos. Las damas elegantes de La Serena se detenían a admirarlos, todas los querían para sí. Él se los probaba una a una gozando al tocar sus tobillos, aunque al final no dejaba que ninguna los comprara por alta que fuera la suma que ofrecieran. Es que no le parecían tan bellas como la que con ansias continuaba esperando, y por qué no decirlo, a esa altura yo también la esperaba.
En los días venideros el vacío en el taller del viejo se fue haciendo más intenso. Los rumores son mala cosa, corrió otra vez la voz: “Ahora sí se volvió loco, hizo unos zapatos maravillosos que me quedaban muy bien, pero se negó a vendérmelos, dice que le corresponderán solo a una mujer de belleza superior”.
Reconozco que algo de razón tenían, atisbos de locura había, cierto, aunque dónde no los hay, pero que los zapatos eran para una mujer de belleza superior era indiscutible, solo que esa mujer al parecer jamás llegaría.
Una mañana de domingo don Bartolo guardó uno del par de zapatos bajo llave y, con el otro bajo el brazo, cerró el taller y salió a buscarla. No sé cómo pensaba que la podría encontrar si, como dije, casi no veía. Eso me iba preguntando mientras aleteaba tras él, que cruzó frente a La Portada para bajar por Balmaceda y entrar a la iglesia de San Francisco, había misa. Esperó que llegara a uno de esos momentos en que las personas deben arrodillarse, y se fue recorriendo asiento por asiento mientras yo, posado sobre la estatua de un santo, supe que buscaba entre el aroma que dejan las mujeres en sus zapatos. Y eso que buscaba lo encontró. Se arrodilló entonces detrás de una muchacha que quizá no era tan hermosa como la que yo había imaginado, aunque sí era sugerente, una belleza de ésas que, sin proponérselo, despiertan los sentidos incluso a nosotros los que no somos humanos.
Sugerente, eso era, deseable también, acaso de diecinueve o veinte. El viejo tras ella arrodillado rozó uno de sus tobillos como por error. La muchacha no pareció notarlo, aunque yo, voyerista de excelencia, adiviné en ella un estremecimiento. El viejo se estremeció también, el contacto con la piel de la muchacha pareció quemarlo. Pero eso no fue todo, cuando otra vez correspondía arrodillarse, él ahí tras ella le echó hacia atrás el zapato ordinario que llevaba como si de algo casual se tratase. La muchacha miró hacia atrás y sonrió. Su sonrisa quemó al viejo con otra llamarada cuyo calor me alcanzó también a mí.
Lo insólito fue que la muchacha, en vez de calzarse el zapato caído como le habría ordenado la lógica, dejó así no más su pie desnudo balanceando, el viejo lo tomó entre sus manos. La muchacha miró hacia atrás otra vez, pero no había desaprobación en esos ojos brillantes, no había desaprobación tampoco en su frente ni en la comisura de su boca. Él entonces se inclinó tras ella aún más hasta alcanzar su pie y besarlo. Fue un beso prolongado que hizo murmurar a las otras mujeres que ahí había. Eran de ésas que se golpean el pecho pidiendo perdón por pecados que ocultan bajo sus velos negros, con seguridad los mismos que la imagen del viejo besando el pie de la muchacha se los traía a la memoria.
Don Bartolo calzó a la muchacha el zapato rojo que llevaba y se levantó para salir de la iglesia. La muchacha corrió tras él con un pie calzando un zapato ordinario y con el otro engalanado con el zapato del viejo. Llevó con ella el otro zapato, el que le quitaran, pensando tal vez en calzarlo cuando devolviera el zapato rojo a su dueño, o eso creí. Estaba equivocado, solo se le acercó como para preguntarle algo, pero en definitiva nada le dijo, solo se tomó de su brazo y caminó junto a él.
De vuelta al taller, don Bartolo echó los zapatos ordinarios al basurero y la hizo sentarse en el único sillón que le iba quedando. Después, arrodillado ante ella, tras acariciarle los tobillos le calzó el zapato maravilloso que a la muchacha faltaba. Es evidente que esas obras maestras eran para ella y para ella serían, a pesar de que la muchacha aclaró en un susurro que no tendría cómo pagar por obras de arte como ésas. El anciano respondió “no importa”, aunque no lo dijo, se lo dio a entender mientras subía sus manos bajo el vestido y hundía la cabeza entre sus piernas.
Yo que no dejaba de observarlos, no podía sino preguntarme si los gestos de goce que la muchacha dejaba ver eran por la dicha de ser poseedora de los zapatos o por el placer que el viejo le brindaba, o si por ambos. Lo cierto fue que mientras, de espaldas al suelo, don Bartolo tenía su final de goce y la muchacha galopaba en un baile de maravillas, un resplandor de muerte iluminó el taller encegueciéndome. Fue solo un instante para que luego se hiciera todo tan oscuro que llegué a creer que a mí también la ceguera me alcanzaba. Pero no, tras unos minutos, el rayo de sol que atravesaba la ventana surgió otra vez poderoso, pero se concentró sólo en la muchacha que permanecía encima del viejo mientras lo besaba llorando.
No podría decir cuánto tiempo se quedó ella así como estaba, pero sé que fue hasta que la puerta del taller se abrió de golpe para que en el vano apareciera la anciana que le había traído el cuero rojo al viejo. Como aquellas de la iglesia, ella cubría también su cabeza con un velo negro.
–Vamos –le dijo a la muchacha, ayudándole a levantarse. Se fueron caminando hacia arriba por la subida del Ánima de Diego. Iban en silencio, solo se escuchaba el taconeo de la muchacha con sus zapatos rojos de charol.
Este cuento fue publicado por primera vez en el libro VOCES VERDADERAS, AMBIGUAS, EQUIVOCADAS (Martín Faunes, Cuarto Propio, 2019), y ha sido seleccionado para figurar en el próximo libro del autor ENCICLOPEDIA DEL AMOR Y DEL DESEO, literatura para personas de mente formada.